Por Carlos Acosta.
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Son las cinco de la
tarde. Estoy sentado en una banca de la plaza Felipe Carrillo Puerto, en Ciudad
Madero, al sur de Tamaulipas. El día es nublado. Esta semana ha llovido como si
por estos lugares nunca hubiera caído agua del cielo. En otra banca, una pareja
de novios no pierde el tiempo. Más allá, tres viejos, adivino, jubilados, ríen
con desparpajo. Me pongo de pie, camino lento por la banqueta, llego a la otra
esquina. Miro a ningún lado, lejos, cerca, al cielo, a las ramas de los
árboles. El aire de agua me impregna la nariz. En unos minutos más, cantaré
ante la gente. Hace más de diez años que no lo hago. Antes, cantaba a la menor
provocación; lo hice en calles, plazas, cárceles, centros universitarios,
teatros cerrados y al aire libre; en estudios de radio, televisión, en
autobuses urbanos. No es que gozara de fama como cantante –nunca lo fui, no lo
seré– pero en aquellos días, apenas alguien me decía, hola, y ya le estaba
cantando su canción. Era algo, casi instintivo, lo reconozco, pero no soy culpable
del todo. Con los años supe una historia que todavía hoy me conmueve: mi madre,
que ahora anda por los ochenta y cinco, y aun toca la guitarra, cuando tenía
siete años de edad, se paraba en la banca, afuera de la tienda de abarrotes de
mis abuelos, y gritaba a quienes por la calle pasaran: hey!, deténganse ahí…
les voy a cantar una canción! Son las cinco y media de la tarde. Estoy sentado
en una banca de la plaza. A pesar de la adrenalina, que en estos momentos
circula en cantidades alucinantes por mi sangre, sonrío cuando digo en voz
baja: la genética no falla.
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Ahí están los
compañeros poetas y algunos invitados formales; otros que son casuales y
quienes no podían faltar: los entrañables. Estamos en la inauguración del
Encuentro de Escritores Los Santos días de la Poesía, versión 2013, en el
Centro Cultural Bicentenario. Ya se dijeron las palabras oficiales por parte de
funcionarios de cultura locales y organizadores.
Acuno la guitarra y digo: buenas tardes, Yo soy un hombre de tantos/ perdido en la muchedumbre/ llevo en el pecho una lumbre/ que sólo ven unos cuantos/ entre amarguras y cantos/ voy forjando mi presente/ Quisiera ser diferente/ pero me gana el destino/ Así que a solas camino/ extraviado entre la gente… Termino la décima y enseguida me pongo a cantar. Esta vez traigo poemas de amigos, a los cuales he puesto en música. Canto a Marisol Vera, Arturo Castillo Alva, Jesús Polanco, Águeda Andrade, Celeste Alba Iris, Marisa Avilés, Roberto Villarreal, Carmen Quiroga. También incluyo El hombre de los abrazos y Árboles, ambas mías. Termino el recital y me sorprende la respuesta del público. Y digo que me sorprende, porque esto de cantar a mis amigos lo he venido haciendo hace –justamente– veintitrés años. Empecé con los poetas de mi ciudad, grabamos un casete (de aquellos tiempos) que luego se convirtió en CD. Con el paso del tiempo, a medida que los fui conociendo, lo hice con varios tamaulipecos, incluso, a veces, sin que ellos lo supieran. Y ahora los aplausos –aves invisibles– vuelan sobre mi cabeza, rozan el rizado cabello y, a pesar de que puertas y ventanas, son casi herméticas, escapan por entre las rendijas, salen a la calle, se deshacen al viento.
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Al día siguiente,
mientras desayuno, veo venir a Marisol. Olvido la comida. Me pongo de pie impulsado
por el resorte de la alegría y voy a su encuentro. Nos saludamos con abrazo
fuerte y apacible. Nos decimos dos o tres palabras, ninguna. Nos miramos con el
júbilo como sólo pueden verse los amigos. Más tarde, en la jornada de trabajo,
celebramos el Coloquio Verbigracia. Cada uno de nosotros hemos escrito un
Ensayo sobre un escritor tamaulipeco, de preferencia poeta, nacido antes del
año setenta, del siglo pasado, por supuesto, y leemos un resumen de dicho
trabajo. Se lee a cerca de Francisco de P. Arreola, Gastón Alejandro Martínez,
Juan José Amador, José Arrese, Jacobo Mina. Yo escribí sobre vida y obra de
Carlos R. Fantini, poeta por definición de la ciudad en donde vivo: El Mante.
Entre otras cosas, dicen esas letras, que tengo la impresión de que la ciudad
le debe a Don Carlos, no sólo el reconocimiento público de sociedad y
autoridades, sino la publicación completa de su obra literaria, que por cierto
está inspirada, en su mayoría, por el amor que le tiene a esta ciudad en la que
él nació y donde ha pasado su vida. Marisol Vera, de Ciudad Madero, y José
Olvera, de Nuevo Laredo, reseñan algo de mis letras. No sé qué actitud tomar.
Me cohíben sus comentarios. Encuentran en los textos, expresiones y metáforas
para mí desconocidas. Ven más allá de lo que vi en el momento de escribirlos.
Soy gratitud en silencio. Así es esto, divago. Sin embargo, la última palabra,
a cerca de mis letras, la tendrá el tiempo. Y para entonces ya no estaré aquí…
ya no estaré, quiero decir a José y a Marisol, pero no me animo.
Al mismo tiempo, los
escritores que vienen de otros estados del país, se van a desarrollar el plan
Interviniendo Horizontes. Van escuelas secundarias, con su palabra y su poesía,
Alejandro Ipatzi, Arminé Arjona, Lucía Mendoza, Mary Paz Mosqueda, Magdalena
Guerrero, Romina Cazón, Carmen Amato, Elí Isaí, Natividad Garza Leal, Gabriela
Chávez, Andrea García de León.
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Ese día conozco a
Alejandro Ipatzi. Él viene de Tlaxcala. Y así, nomás porque estamos sentados
uno cerca del otro, me obsequia una y otras postales de Totolac, el lugar donde
reside: una es del templo edificado en los últimos años del siglo XVII; otra,
de un mural cuyo título es Pan de fiesta, que representa costumbres e historia
de San Juan Totolac; y otra más, que es obra del propio Alejandro, de título
Juguete olvidado, donde aparece una imagen que sugiere un títere deforme con
los hilos que lo mueven y que lleva cuatro versos escritos en la parte
inferior, a la izquierda, que a la letra dicen: Eras sólo una niña/ que se
olvidó un beso en mi boca/ y me pasé los años/ tratando de devolvérselo a tu
recuerdo. Al segundo día hicimos un trueque de libros, él me dio Sol y
quebranto, de José Pérez Márquez y yo le entregué mi Zarzo de los Pemoles.
Por la tarde escuchamos
la lectura Vecinos del mar, donde leen Martha Izaguirre, Diana Zamora, Sandra
Ruth Sosa, Leslie Dolejal. A mediodía, Martha, me había regalado su libro No
mires el reloj. Unos minutos antes de que subieran al escenario, crucé algunas
palabras con ella. Lee el prólogo, sugerí ¿Te gustó? Sí, es muy ingenioso. Ya
en uso del micrófono, lo hizo. Qué más pedir.
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Más nochecita me acerqué con Arminé Arjona.
Quiero conversar contigo, dije, sin decir agua va. Yo igual, o algo así,
contestó. Arminé es ella, sólo es ella. Única. Anda siempre con la palabra
lúcida en los labios. Dice que es una diva-gada, demente abierta, una mujer
mara-biliosa. Alguien preguntó, dónde hay una fonda, y enseguida me pregunta
Arminé: ¿tú, ya tocaste fonda?
Por la noche, la gente
de Nuevo Laredo invita a su cuarto, se corre la voz, díganle a Acosta que lleve
la guitarra. Ahí escucho cantar a Elí Isaí. Trae entre manos algo que nombra
Nueva Canción del Norte. Él viene de Chihuahua. Canciones tradicionales del
norte, canciones propias con un sesgo norteño dos-mil-trecero, alternativas
unas, cáusticas otras, las más, ingeniosas. Aunque también, a solicitud de
nosotros, canta Esto no es una elegía, de Silvio, o Nube negra, de Sabina. Al
día siguiente, luego de la lectura que hacen Arturo Castillo Alva y Gloria
Gómez Guzmán, en Torratos Café Gourmet, Elí hará su recital. Sonará muy
bien.
En la noche de la
habitación neolaredense, cuando empecé a cantar Todo cambia, Arminé se me unió
y a los pocos versos dejé que ella se bebiera, sola, toda la canción. Cómo
explicarlo: para mí entraña una especie de felicidad secreta cuando acompaño
con la guitarra a alguien que canta una de las canciones de todos mis años con
la devoción como lo hacía mi compañera poeta. Y ahí supe que sí, que Arminé y
yo seríamos buenos amigos. Lo sé. Estas letras, dan fe de ello. Al día
siguiente me entero que, además de poeta lúcida, es dibujante. Me regala una de
sus ilustraciones, un gorila en tonos
ocres y cafés cuyo título es Lula. En la parte posterior viene una dedicatoria:
tocada por ti, por tu canto generoso, profundamente humano. Yo le regalo la
Antología de Colectivo3, esa narrativa que escribimos mis amigos mantenses y yo hace algunos años. Ay Arminé, esta es
una amistad que empieza. Ojalá.
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El sábado por la mañana
iniciamos con Homenaje a Dolores Castro, con la presentación del libro Soy todo
lo que vuela, a cargo de Carmen Amato. Un libro con fotografía de Carmen y
textos de Dolores. Un ejemplar bello desde su concepción como libro-objeto,
además, desde luego, del trabajo fotográfico y literario. Me traje uno. Algo me
dice que lo disfrutaré.
Luego Celeste Alba
Iris, quien es la coordinadora general del Encuentro, presenta el portal
electrónico Las Isla de tus ojos, Mujeres de la poesía cubana en el siglo
nuevo, producto de su estancia artística reciente en la isla del Caribe. Es el
primer portal, el único hasta hoy, de literatura cubana escrita por mujeres.
Debo escribir, quiero escribir, que entre Celeste y yo hay una amistad de
veinte años. Con aproximaciones y alejamientos, pero nos hemos conservado. Y me
parece que eso no es poco decir. Ambos éramos jóvenes, ella más que yo desde
luego. La amistad, esa cadena hecha con eslabones de hierro; esa cadena hecha
con eslabones de nube. Pero ahí vamos. Y otra vez me inunda el título de esta
columna: del quizás al ojalá. Aunque, claro, prefiero el ojalá.
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Mujeres de la poesía,
es la siguiente sesión. Ahí están Lorena Illoldi, la indomable Princesa
Quetzal, por esta vez un tanto lastimada; Erika Said, a quien por fin pude
entregarle mi Zarzo de Pemoles; Andrea García de León, con quien, luego de su
lectura, hice un trueque: me dio su libro El Viaje de la Efigie y yo le
entregué mi Décimas. Romina cazón, de quien me traje su libro Artefatuo,
ediciones El Humo. También ahí estuvo Arminé.
Disfrutamos luego de la
Exposición Fotográfica de Gabriela Chávez, presentada con apoyo de Romina, con
un estilo muy a lo radiofónico, bien coordinadas, sintonizando la misma
frecuencia no sólo literaria, sino emocional. Fotografías en blanco y negro de
varias ciudades del país, donde sombra y luz habitan como hidrógeno y oxígeno
en el agua. Bah, qué cosas escribo, pero eso me pareció. Y como a nadie falto, aquí
lo dejo.
Luego vino el Tarot
Poético, a cargo de Lucía Mendoza Cano. Yo la había abordado el día anterior
porque me despertaba curiosidad el título de su participación. No me adelantó
gran cosa. Supe que es de Chihuahua y que trae un libro, Larvario, de
narrativa, premio estatal, publicado en dos mil cinco. Se sentó Lucía y en la
mesita circular puso la baraja. Cada uno pasamos a escoger, al azar, nuestra
carta. Yo fui el segundo en hacerlo. Tomé el rey de bastos y ella leyó en voz
alta, por micrófono, mi destino, que venía inscrito en la parte posterior del
naipe: Se secará tu voz y serás invisible. La tierra seguirá girando sobre su
órbita precisa. En vano buscas ojo enloquecido: Vicente Huidobro. Permanecí
tres segundos, tres siglos, tres edades ciegas, frente a Lucía. Primero triste,
luego arrobado, después sonámbulo. Y así con pasos tambaleantes regresé a mi
silla. A la mañana siguiente hice un trueque con la lectora del tarot poético:
ella me dio su libro de cuentos Larvario, yo le entregué ese manojo de sueños
que lleva por título Espiral de luz.
Después llegó De Viva
Voz, poesía de José Olvera, Mary Paz Mosqueda, Neftalí Gómez, Roberto
Valenzuela, Karla Juárez, Anita Silva, conducido por Jacobo Mina.
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Todos queríamos ir al
mar. Bueno, quizá no todos, pero uno usa esa expresión cuando el deseo lo
rebasa. Contábamos con poco menos de una hora, nada más. Y aun así, fuimos. La
mayoría anduvieron descalzos por la playa, sólo mojándose los pies; alguien,
Arminé entre otros, se animó y fue mar adentro. Sandra Ruth, Celeste y yo
caminamos por la escollera; nos sentamos en una de las piedras mientras
charlábamos; vimos pasar un barco enorme, lento, flotando en el oleaje rumbo al
muelle. Me pareció una visión. Cierto, esto sucede todos los días en este
lugar, pero yo nunca había visto tan de cerca un barco de ese tamaño pasar
apenas a unos metros de mis ojos. Quise pensar algo, hacer una analogía con el
transitar en la vida, por ejemplo, pero el asombro no lo permitió. Sandra Ruth
y Celeste seguían con la charla como si nada fuera de lo común sucediera. Y así
fue en efecto: nada extraordinario pareció suceder, porque en apenas dos
minutos ya el barco se había ido y sólo quedaba su gran estela sobre el agua.
Así pasa y se va la vida, como el barco, al fin pude imaginar; la estela son
los recuerdos, que luego también se borran.
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En Torratos Café
Gourmet, celebramos la lectura de Gloria Gómez Guzmán y Arturo Castillo Alva,
dos de las voces más representativas en la literatura actual de Tamaulipas. Yo
estaba sentado con Olivia; en la mesa contigua se hallaba Marisol, a quien en
esos momentos le había entregado mi libro con esta dedicatoria: de uno, para
otra Pemol. Primero leyó Arturo, después Gloria. Nosotros, quiero decir, los
escuchas, nos emocionamos al tope y al final, un mar de aplausos –veníamos del
mar– llevó sus olas hasta el café. En la sesión de preguntas y respuestas,
alguien sugirió que Arturo leyera algo más. Y ahí fue cuando sucedió lo que no
debo contar. No lo escribas, siempre es lo mismo, dice mi autocrítica fiera.
Pido y no pido perdón, por hacerlo, pero a fin de cuentas así sucedió: cuando
Arturo empezó a leer su último poema: Señoras y señores/ estimado y finos
amigos que esta noche me han invitado a leer mis memorias/ esperando que les
hable de un hombre feliz/… entonces ya no pude más, ¡por qué carajos soy como
soy!, pensé como tantas otras veces, al momento en que ponía la frente sobre
mis brazos cruzados en la mesa, y quedaba mirando al piso, ¡por qué carajos!, y
empecé a llorar; a medida que Arturo seguía y seguía diciendo sus palabras, las
insubordinadas lágrimas caían como gotas locas de la cara al piso. Sentí la
mano de Olivia en la espalda; Marisol se percató, lo supe porque de pronto
estaba ahí y me pasaba el brazo por encima de los hombros. Ninguno dijimos
palabra una. Terminó de leer mi amigo. Ahora el aplauso fue unánime, o al menos
así me pareció. Vino a la mesa, algo comentó con Olivia y luego me vio los ojos
húmedos. Me acerqué, mudo, y le di un abrazo fuerte y largo. Si quieres, ve a
la casa y nos tomamos unas cervezas, dijo. Para salir, o para intentar salir,
del abismo, recordé las palabras de un amigo hace años: quien no llora padece
de miseria espiritual…
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Ahora estoy aquí, en la
sala de casa de Arturo y Olivia, Hemos tomado algunas cervezas. Acuno la
guitarra en las piernas. Canto algunas canciones que mi padre cantaba cuando
fui niño y para mi sorpresa, entusiasman de manera especial a Castillo Alva.
Luego charlamos. Vuelvo a cantar. Divagamos. Olivia se retira a dormir
temprano. Nosotros seguimos. Mi amigo está contento, casi podría decir, feliz.
Le hablo de mi hermano Miguel Ángel, quien murió muy joven, de su sueño de un
país justo, de su filiación política, de la vez que le dijera uno de sus
detractores: tú, cabrón, siendo comunista, por tus actitudes para con los que
te rodean, estás más cerca de Dios que muchos de nosotros. Me hubiera gustado
conocer a tu hermano, dice Arturo. Luego él me cuenta de su padre: le gustaba
andar bien arreglado, era guapo; me habla de la calle donde él creció, Tula
esquina con Morena. Y viene a mi mente un pasaje que alguna vez leí en uno de
sus libros: Caminar luego las calles que aparecían diferentes bajo la luz de
los faroles encendiéndose despacio y los profundos ramajes de buganvilias que
saltaban las tapias y se hundían en la noche. Es apenas un pequeño fragmento y
ahora que lo escribo, busco el libro. Al abrirlo se deshoja, tiene muchas hojas
despegadas: corroboro el texto y pienso en lo deshojado de mis días, de
nuestros días Arturo, lo deshojado de los versos que alguna vez. ¡No te pongas
así Carletto!, grita con cierto dejo de alegría mi amigo. Ya son las tres y
media, casi la madrugada. Arturo y yo nunca hemos platicado de literatura,
jamás sesudas disertaciones, y sin embargo, él es el poeta de quien más he
aprendido –si es que algo he aprendido– a cerca de ese universo inextricable
que es el poema. Y pienso que estos renglones son un buen lugar para
celebrarlo.
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Y aquí vuelvo ya.
Regreso temprano. No me quedé a la ceremonia de Clausura. Me despedí de la
mayoría, al menos eso creo. Dije a Celeste que viajaría por la mañana; nos
despedimos, no con tristeza, sino con algo parecido a la armonía interior,
¿alguien podría creerlo?, ¿yo, armonía interior? –y tu nieve, de qué la
quieres– pero ya lo escribí y así se queda; nos dimos un breve hasta luego,
breve y largo hasta pronto, nada más. Vengo en autobús. Asiento número
veintitrés. Pasa el paisaje con una rapidez lenta, quizás como pasa la vida.
Aunque a veces creo que pasa con la velocidad como lo hace el paisaje por la
ventanilla del avión cuando aterriza, o como el enorme barco que vi ayer
entrando al muelle. Duermo un buen tramo de carretera. Despierto casi a las diez
de la mañana. A esta hora, pienso, estarán clausurando jubilosos. Y sonrío
apenas. Ya casi llego. Muchas imágenes de los recientes, santos, días pasan por
mi cabeza. Recuerdo lo más que puedo recordar, recuerdo la dedicatoria de Lucía
en su libro: Carlos, si yo no conociera el mar, me lo hubieras enseñado en tu
guitarra. El autobús se detiene. He vuelto a casa.