domingo, 1 de noviembre de 2009

Celeste y los Santos días








Arturo Castillo Alva


Como las mujeres tardan mucho en el baño, y más cuando van en bola, emprendemos el camino hacia el sitio donde habrá de inaugurarse el encuentro, distante unos trescientos metros, Alejandro Ramírez, Rosales Lugo, Ramiro Rodríguez, Carlos Acosta y yo. El paisaje inmediato es muy verde en contraste con la gris e imponente Sierra Madre que rodea la pequeña planicie, porque estamos en la inmediaciones del nacimiento del río Guayalejo. Podría apuntar que esto es bello, pero los paisajes hace años dejaron de conmover mi sensibilidad de porteño sedentario.

En un pequeño descampado está nuestra meta: “El Abuelo”, supuestamente el nogal más antiguo de Tamaulipas; si no lo es al menos lo parece, con su rugoso tronco, sus ramas enormes que tocan el suelo y vuelven a elevarse. Ahí está un tocón que habrá de servir de podium, y Víctor Hugo se afana con cables y micrófono. Hace rato comimos, son casi las tres de la tarde y me amodorro en la espera cambiando frases sueltas con los otros. Luego llega el resto de los participantes. Celeste Alba Iris, organizadora del encuentro “Los santos días de la poesía”, se acerca al micrófono para contar el origen de esta idea, su apresurada puesta en marcha… El follaje de los árboles permanece inmóvil; Celeste da la bienvenida.

A Celeste, Celeste Alba Iris Rodríguez García, la conocí en Tampico cuando era una muchachita flaca de 17 años, creo, y me la presentó Jorge Maldonado –“está escribiendo en un diario local y empieza a escribir poesía”, informó Jorge. Uno o dos años más tarde fue que llegó al taller que iniciaba yo en Extensión Universitaria de la UAT. Y llegó con Víctor Hugo, que ya era su novio por entonces y ambos estudiantes de Ciencias de la Comunicación en la misma universidad.

No recuerdo cuánto duró aquel taller de las mañanas de los sábados que luego pasó a los imposibles domingos ni cuánto tiempo Celeste asistió a él, pero sí que la primera impresión que me dio en aquellos tempranos días de su juventud, fue la de una muchacha mimada y sensible. Celeste parecía frágil pero no lo era, sus primero versos, en cambio, sí que lo eran pero poseían además una extraña sintaxis que llamó mi atención. Yo rondaría entonces los cuarenta y fue la segunda ocasión que entré en contacto con una persona que quería ser escritora y pertenecía a una generación que nos venía detrás. Y me interesó. (Coordiné talleres literarios alrededor de ocho años, en sitios diversos, y en tanto tiempo sólo encontré cuatro jóvenes que tenían verdaderas posibilidades para desarrollarse como escritores, y los enumero por orden cronológico: Oscar Martínez Vélez, Celeste, Alejandro Ramírez Estudillo y Antonio Rosales Ibarra. Veinte años después, o casi, los tres primeros persisten, mientras que Antonio se inclinó por el video).

La sesión vespertina del encuentro concluye entre algún relámpago lejano que las montañas desprecian y unas minúsculas gotas que apenas llegan a tocar la piel. Mientras caminamos de regreso, Carlos y yo comentamos la disparidad de los textos leídos: desde tareas escolares hasta textos ingeniosos y maduros. Y uno excelente de Marisol Vera. Hace calor, contra lo que vaticinó Celeste. Trepamos a las camionetas de vuelta a “La florida”. La habitación que me asignan está en un extremo; no hay abanico y al fin consigo abrir una ventana; luego, descamisado, me tiro en la cama. No tengo ganas de bañarme, estoy cansado, tengo sueño.

De aquel taller a finales de los ochenta, surgió a poco la revista “Mar abierta” a la que Celeste se incorporó desde el inicio. Por ese tiempo, o un poco más tarde, fue que comenzó a visitarme de vez en cuando en el café al que solía asistir dos veces al día. Llegaba y se ponía a hablar casi sin parar durante más de dos horas. No recuerdo de qué hablaba o hablábamos tanto; no sé si le recomendaba lecturas, me mostraba sus poemas, me contaba sus sueños, y quién sabe si ella ahora lo recuerde. Pero volviendo a “Mar abierta” que era por esos años mi empeño, ahí Celeste publicó, en tres diferentes tiempos, sus poemas y puede verse la seriedad con que se aplicó a la poesía porque es notoria su evolución. De esos años tengo una foto con ella afuera del Aula Magna de la UAT, el día de su graduación; en la foto Celeste tiene en el rostro una espléndida carcajada, una carcajada de esas que sólo puede uno lanzar cuando es impunemente joven.

El hotelito está bien porque es auténticamente rústico, pero la rusticidad que es su encanto no durara en cuanto el negocio florezca. Como dije, la cabaña que me asignaron está al final lo que, aunado a su floreciente jardín entre andadores, permite que pueda sentarme en la mecedora de mimbre del pequeño corredor con casi total privacidad y posibilidades de observar el movimiento. Eso hago porque no pude dormir. Recuerdo que Celeste me llamó a Tampico allá por el mes de febrero para comunicarme la idea de realizar un encuentro de escritores independiente, ya era tarde y yo iba por mi segundo whisky. La idea había surgido en una charla con otras personas evocando los encuentros de “Letras del estío” patrocinados por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes hace más de diez años; los últimos que se realizaron en el estado. Yo escuché a Celeste con escepticismo. Un encuentro donde cada participante pagara su hospedaje y comida me parecía poco viable. Pero Celeste estaba entusiasmada y estuvo hablando un largo rato del asunto; al final, me hizo prometer que asistiría.

Hay movimiento en el patio; allá anda Víctor Hugo arreglando el siguiente escenario. Cae la tarde, me levanto de la mecedora y voy a su encuentro y en busca de un primer whisky. Con él en la mano, me entretengo mirando a Hugo y sus ayudantes montar un proyector e intercambiando bromas, frases perdidas. Luego se reanuda la segunda sesión. Pero tengo ganas de platicar con Hugo, así que nos sentamos en una banca de la plazoleta a tomar nuestros tragos y charlar mientras aquella transcurre. Me pierdo la intervención de Marisol presentando “Anábasis”, su revista; alguna vez platicaré con ella para que me cuente. A lo lejos escucho a Alejandro Ramírez hablando de la antología en cd que lo incluye. Ya es la noche. Al rato cenaremos, luego vendrá la fogata que no se antoja mucho porque frío no hace. Durante la cena, Celeste está exultante con su blusa azul: el encuentro superó sus expectativas, correspondió a su empeño. Sonríe a todo mundo.

Mi entusiasmo por “Mar abierta” no alcanzó los tres años. Recuerdo que Víctor Hugo fue uno de los que me habló entonces de la importancia de continuar. Como quiera se fueron haciendo largos los espacios entre un número y otro. Luego es que me fui a Victoria. Por esos años, creo, Víctor Hugo y Celeste se distanciaron; yo estaba recién unido a Olivia y, los fines de semana que arribaba al puerto, Celeste hacía largas llamadas nocturnas que yo contestaba mientras Olivia, a un lado mío en la cama, miraba la televisión. A veces nos visitaba, permanecía con nosotros dos o tres horas y luego volvía al puerto cruzando el puente en un coche que había comprado. “Te lo regaló tu papá”, decía yo, y Celeste se molestaba. Trabajaba quién sabe en qué, seguía siendo delgada, terca, medio mimada, caprichosa a veces, pero ya no era una chiquilla. No sé para qué cuento todo esto.

La fogata resulta enorme y no permite que nadie tome asiento en los troncos que para el efecto están dispuestos en círculo. (Si esta noche estuviera aquí Vicente Fox sería una tentación irresistible lanzarlo al fuego, pienso sin que venga al caso). Se traen sillas de plástico y las visitas a las hieleras con cerveza y alcohol se desinhiben. Víctor Hugo termina de acomodar el micrófono bajo una lámpara y dan inicio las lecturas previstas. En la pasada lectura, Carlos Acosta conmovió y sorprendió con los poemas de su libro “Marotas” y ello me hace sentir secretamente orgulloso ¿…porque es mi amigo y pertenecemos a la misma generación? Alejandro Ramírez abre la primera botella de tequila de las dos que vino cargando desde Tampico, muy satisfecho luego de decir, de memoria, un par de textos de su poemario publicado en los noventa.

En el Consejo Estatal para la Cultura, Celeste, en los noventa, publicó “Cualquier día de la semana”. Luego vino, en la UAT, “Costumbre de vivir”. Obtuvo un premio estatal, inició un destacado trabajo en la promoción de la literatura con los niños, varias veces becado tanto local como nacionalmente. (Me choca transcribir currículos). Cumplió cabalmente todos sus proyectos porque Celeste tiene la incómoda manía de cumplir con lo que se compromete. Y ya para terminar el milenio se dio tiempo para, por fin, casarse con Víctor Hugo Olivares. La boda fue en Tampico porque acá vivía Celeste aún y conservo una foto con queridos compañeros de entonces donde también aparece Jorge Maldonado. Honró el nuevo siglo con dos bellas hijas y escribió dos poemarios: “Estado de Gracia” y “Lunario”; corrió de un lado para el otro, buscó un empleo y otro, asistió a cursos y talleres.

Una cosa que me gusta de Celeste es que llegado el momento se comprometió con una parte de su vida que como mujer le interesaba –tener un hogar, un marido, un empleo, unas hijas-, y nunca cambió esa parte esencial por la frivolidad de actuarse artista; ni siquiera se disfrazó de poeta los fines de semana para asistir al evento cultural de moda. Supo, con sacrificio, con sufrimiento acaso, poner a salvo ambas partes de su vida. No digo que sea la única pero sí de las pocas. A cambio, el intenso trabajo creativo que desarrolló en las dos últimas décadas no ha tenido la difusión que merecía.

A las tres, Celeste y Hugo se levantan. Aprovecho también para despedirme ya semi-ebrio; la hoguera es rencoroso rescoldo, la madrugada agradable, Alejandro Ramírez habla hasta por los codos sin soltar su tequila. Un grupo de muchachas, más allá, nos ignora. La noche entre la sierra acunará su vigilia hasta las seis de la mañana, pero son jóvenes.

La mañana del domingo amanece tarde para los participantes de “Los santos días de la poesía”; el alcohol es vengativo, ni modo. En el sillón de mi cabaña espero hasta que Acosta surge, con Ramiro, de la cabaña vecina; me muero de hambre, extraño a Olivia. En el restaurante Celeste está feliz: pese al retraso hay tiempo suficiente para la última reunión, la comida, la ceremonia del adiós. Es el resultado de un magnífico trabajo de organización que desplegó Celeste a lo largo de dos meses; es el producto de su empecinamiento, de su talento y su generosidad. Y de la presencia de Hugo. Víctor Hugo, que en estas treintaitantas horas ha sido un apoyo incansable y silencioso.

Por lo pronto, de sus ganas, Celeste y quienes el llamado atendieron, han creado este espacio –pequeño o provisional o con futuro-, que ni siquiera pide alarde porque satisface en su sencillez, y esta mañana de domingo los rostros de Celeste y Hugo, de todos, lo revelan. Mientras tanto, el director de la cultura estatal lanza a la basura la invitación que se le hizo, en nuestros nombres, para acompañarnos en la inauguración el evento. Y los primeros envidiosos surgen húmedos de bajo las piedras.

En el trayecto a Tampico recuerdo la vez que Celeste estaba sentada en la banqueta del teatro “El farol” –creo que esa noche yo iba a leer poesía, pero no estoy seguro-. Había llegado con mucha anticipación y estaba ahí, solitaria. Me parece que fue antes de que asistiera al taller de la UAT. Yo iba cruzando el patio del IRBA rumbo al teatro cuando la vi; estuve a punto de acercarme a saludarla, era una chiquilla, pero no me animé y sólo hice un ademán a distancia. Esto me llevó enseguida a recordar que muchas veces a lo largo de este tiempo, pensé con tristeza que no apoyé lo suficiente a las únicas cuatro personas con verdadero talento para escribir que encontré en los áridos años en que coordiné talleres. De los cuatro, Celeste y Alejandro eran los que parecían tener una vida ordenada; Antonio y Oscar parecían, en cambio, al borde del desastre. Los cuatro eran terriblemente jóvenes; se paraban frente a mi con sus sonrisas limpias, los ojos húmedos, con su talento inerme y yo, de veras, nunca supe entonces qué decirles. Todavía no sé.

2 comentarios:

  1. ASÍ LLEGÓ EL BUZÓN:

    ¿ESTE CORREO LO MANDA ARTURO...CELESTE... O ALGUIEN MAS?...

    EL CASO ES QUE ME ACERCA A GENTE QUE APRECIO MUCHO...

    GRACIAS POR ENVIARLO...

    PARA ARTURO...CELESTE...VICTOR HUGO...Y SUS PRINCESAS...MIS MEJORES DESEOS...QUE DIOS LOS SIGA LLENANDO DE BENDICIONES...UN FUERTE ABRAZO...

    Cesar Augusto Baez Diaz

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  2. ASÍ LLEGÓ AL BUZÓN:

    Memorable reunión, querida Celeste.
    Recibe un abrazo fraterno y mi deseo es que Los santos días de la poesía se hagan nuevamente. María Belmonte.

    P.D. Sabes que cuentas conmigo para su difusión.



    --- El mié 30-dic-09,

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