viernes, 1 de mayo de 2009

El fuego también renace










Por Carlos Acosta
1.

Bajé del Transpaís en la Terminal de Ciudad Victoria. Eran las nueve de la mañana y un sol incipiente asomaba entre las nubes. Salí a pasos lentos y fui hasta el sitio donde se estacionan los micros. Estaba todavía somnoliento, el mínimo sol encandilaba. Después de ver pasar una larga fila de colectivos, apareció uno que en su letrero principal decía “Centro”. Lo abordé. Pensé que me llevaría hasta el quince Hidalgo, pero no; en la calle ocho tomó otro rumbo y me vi precisado a bajar.
Decidí seguir a pie hacia mi destino. Caminé, despacio siempre, por la calle semidesértica. Era un día sábado y pienso que por esa razón el tráfico vehicular no era mucho. Luego doblé hacia la izquierda y seguí andando por calle Hidalgo. Entonces se me vino la nostalgia en avalancha: me vi a los diez, once años de edad –como siempre: muy flaco, el pelo rizado y un enjambre de pecas entre nariz y mejillas– caminando por esa misma calle junto a mis hermanos: Miguel Ángel, de trece y Saúl, de ocho. Hacía dos años habíamos llegado a la ciudad, procedentes de Antiguo Morelos. Éramos tres niños como tantos otros que pululan inocentes por la tierra, pero en aquellos días nos sentíamos, por decir lo menos, tres memorables muchachos. Íbamos al cine Juárez, a gayola claro, para ver una película de Alma Grande, aquel héroe indio yaqui. Reíamos, no sé por qué, pero reíamos. Éramos felices, no sé por qué, pero lo éramos. De pronto, y sin decir agua va, empezó a llover; eran gruesas gotas frías que caían sobre nuestras cabezas. Por instinto echamos a correr. Siempre riendo. En aquellos días reíamos mucho. Corrimos dos, tres, cuatro cuadras. Y la risa no nos dejaba. Unos minutos después, medio empapados, risueños, llegábamos al cine.
Y ahora, cuarenta años después, yo mismo, pero ya otro, camino la misma calle, la cual a su vez ya es otra. Igual que en aquellos días camino con alegría, aunque ahora la razón de mi júbilo es otra: vengo a una reunión de poetas.

2.

Llego a la Plaza Principal y me siento en la primera banca que encuentro desocupada. Apenas me estoy acomodando cuando un desconocido se me acerca: ¿Usted viene a Los Santos días de la Poesía? …Sí. Venga por acá, Celeste los espera en su casa. Caminamos hacia la calle Juárez y en ese momento, viniendo en sentido contrario, nos encontramos con Celeste Alba Iris, quien es la coordinadora del evento. Hola, puntualidad de cirujano, me dice al tiempo que ve su reloj de pulso. Son las diez de la mañana.
Caminamos algo así como una cuadra por la calle quince y llegamos a casa de Víctor Hugo y Celeste. Era casa de mi abuela, me explica ella, pero ahora la vivimos nosotros. Entro por un pasillo de cielo alto escoltado por paredes de sillar. Llego al recibidor. Hay ahí, sentados en la sala, tres personas; nos saludamos diciendo nuestros nombres. Se respira un ambiente de quietud. Saludo a Víctor Hugo a quien hace algunos –¿muchos?– años no veía. Celeste contesta un teléfono celular, luego otro, después sale de la casa, va por otras personas que están po
r llegar. Quiere comunicarse con Ramiro, con Arturo, con el Chacuas. No sabe si llegaron las de Nuevo Laredo, parece que ya están en el Hotel. El ambiente es un pequeño, agradable, caos.
Yo miro a mi compañera de asiento; es una muchacha, joven, menuda. Luego sabré que su nombre es Marisol Vera, que viene de Tampico, y que escribe muy bien.
Pasa una hora, quizá un poco más, y para entonces ya hemos llegado casi todos. Saludo con fuertes abrazos a Arturo Castillo Alba y a Ramiro Rodríguez, dos amigos entrañables. Nos asignan lugares en los automóviles de algunos de los asistentes –a mí me corresponde viajar en la camioneta de Ramiro– y salimos con dirección a la Ex-Hacienda La Florida que se encuentra por el rumbo de Jaumave.

3.

La ex-hacienda La Florida –
fundada en el siglo XVIII, ahora centro de retiro y ecoturismo– es un paraje rodeado por sierras. A donde dirijas la vista encuentras colinas y el horizonte es sólo cordilleras. Eso sí, lo que ahí abunda es el silencio. Silencio, que es lo que se necesita para escribir, para ser, para vivir. ¿Quién dijo que el silencio es oro? El silencio es mi quimera, pienso mientras veo el entorno semidesértico. Y en este lugar ni los teléfonos celulares suenan. Apenas llegamos, y aun sin instalarnos en las cabañas que nos servirán de dormitorio, nos vamos a comer al Casco de la Hacienda. Y de ahí, a la primera lectura.
Algo de significativo debió tener leer poemas bajo la sombra –escasa– de u
n árbol con más de doscientos cincuenta años de vida, según nos informa uno de los dueños del lugar. El Abuelo, es el nombre de ese árbol. Disfruté al máximo las lecturas, en especial el Ensayo de Joaquín Peña, de Matamoros y el de Marisol. Ambos en torno a la autora homenajeada Alejandra Pizarnik. Llegado el momento Ramiro Rodríguez presentó la Antología Letras en el Estuario –producto de los Encuentros Literarios Tamaulipas-Texas que él organiza en Matamoros y Brownsville cada año– y nos pidió a algunos de los ahí incluidos leyéramos nuestros textos. Celeste Alba Iris fue la primera, luego Alejandro Rosales Lugo y al final yo. Leí un poco asustado, no estaba en mis planes hacerlo en ese momento; no escuché mi voz durante la lectura. No, no quedé conforme después de leer cuatro décimas del texto Espiral de Luz, que tanto significa para mí. Anduve desasosegado toda la tarde, hasta que ya más de noche encontré la paz después de que en la tercera lectura, en la palapa Las Guacamayas, leí mi libro Marotas. Fue una lectura pausada, respetando el tiempo y el espíritu del poema. Se pudo crear una especial atmósfera durante la lectura, lo pude percibir y disfruté mucho del silencio entre un párrafo y otro, disfruté la mirada atenta y el seguimiento de los oyentes. Me reconcilié conmigo.
Antes, Fernando J. Elizondo Garza, de Monterrey, había leído algunos poemas sobre el Lugar Común, que fue la temática del encuentro.
Un grupo de jóvenes de Nuevo Laredo pertenecientes a Alquimia Roja (Linda González, Cynthia Rodríguez Leija y Lorena Hernández) nos presentaron su revista manufacturada artesanalmente: Labrys. Es una delicia verla, leerla. Me traje un ejemplar. Luego Alejandro Ramírez Estudillo, de Madero, presentó un CD, Del Silencio hacia la luz, mapa poético de México, que incluye más de seiscientos poetas del país. Me descorazoné, no por que yo no esté incluido en ella (rebaso la edad), sino por una extraña sensación de grano de polvo cósmico. Qué extraño.

4.

El fuego sigue –y creo que seguirá por siempre– teniendo un poder subyugante sobre el ser humano. Cuando esa noche encendieron la fogata, los lengüetazos de lumbre se alzaban casi tres metros sobre el suelo. Yo miraba extasiado las llamas. No podía dejar de verlas. El silencio, seguía a toneladas alrededor de nosotros. Poetas alrededor del fuego, pensé. Y en ese escenario le correspondió leer a Arturo Castillo Alba. Arturo leyó un poema de cien versos el cual es de una manufactura excelsa, no sólo por la forma, el ritmo, la cadencia, sino, y sobre todo, por cuanto dice. Todos escuchamos atentos al poeta, seguimos una a una las imágenes de cada verso. La fogata se fue consumiendo a la vez que el poema – ¿es el poema una hoguera que en el primer renglón estalla al máximo y luego se va extinguiendo conforme se lee?
Después se abrió el micrófono, y quien así lo deseó, pudo pasar a leer o a decir de memoria –no faltó quien lo hiciera– algunos de sus poemas. Hubo de todo: poemas cortos, largos, buenos, regulares, de amor, extraños, mínimos, en fin, como dice la canción de Serrat:
qué se va a hacer, si ha de haber gente para todo.

5.

Nos abraza la noche a esta veintena de personas aisla
das del mundo, por voluntad propia, por el sólo hecho de leer poemas. Ahí nos encontramos, justo en el centro del silencio. Una noche oscura, quieta. De vez en vez se escuchan los motores de autos que pasan por la carretera cercana. El vino hace de las suyas: alegra, entristece; a alguien lo vuelve reflexivo y a otros, callados. Vuelven a echar leña a la fogata, que levanta sus llamas de nuevo: el fuego también renace, pienso. Sacan, de quién sabe dónde, una guitarra que intento afinar pero es imposible: el clavijero no sirve. Platico un poco con Arturo, otro tanto con Ramiro. Intercambio palabras con Joaquín. Me acerco a Marisol para decirle que me gustó mucho su texto. Llega un momento en que las mujeres hacen su grupo aparte, creo que lo hacen sin buscarlo, porque luego, al rato, se suman con nosotros. Hablamos de cosas triviales, nada sobre literatura ni autores (¡qué acierto!). Unos y otros, sin mucho ruido, empiezan a irse a dormir. La fogata es ya sólo cenizas: el fuego también muere, intuyo. Como a las dos y media de la mañana me entra un sueño del carajo. Estoy realmente cansado, así que me despido y voy a mi cabaña. Apenas me recuesto en la cama, me duermo. Después me entero que algunos –jóvenes, claro– estuvieron despiertos, vino de por medio desde luego, hasta las siete de la mañana.

6.

Era imposible salir de la cama temprano, aun así cuando, como a las nueve de la mañana salí de la cabaña, Arturo vino a mi encuentro y dijo: estoy despierto desde temprano, por qué no salían. Yo no supe qué contestar. Enseguida desayunamos. Lo que siguió fue la conferencia de Alejandro Rosales Lugo, de Ciudad Victoria, interesante. Los textos de Juan Miguel Pérez Gómez, de Nuevo Laredo, muy sugestivos. Y luego, lecturas de algunas jóvenes de Nuevo Laredo, quienes en la noche previa, en la presentación de Novedades –como ya dije– me habían deslumbrado con su Revista manufacturada artesanalmente y de la cual adquirí un ejemplar. Luego lee mi amiga Lizette Álvarez, también victorense, su libro Guía para Aprendiz de Poeta, que por cierto tuvo muy buena aceptación. Ahí estaba Lizette, después de la lectura, firmando libros.
En el receso de mediodía Arturo me había dicho: cómo ves, yo ya me quiero ir a Tampico.. no confío en un conductor joven, poeta y crudo. Si es lo que quieres, hazlo, dije con la confianza que me da ser su amigo. Lo pensó unos segundos (pero yo creo que ya, con anterioridad, lo había decidido): sí, me voy. Que te vay
a bien, luego nos hablamos por teléfono. Y nos dimos un abrazo.
Más tarde, ya cuando se habían clausurado Los Santos días de la Poesía, abordé a Celeste y le entregué un ejemplar de Marotas. Gracias, dijo ella. Luego di otro a Marisol, a quien creo que le gustó el diseño, me parece que algo dijo al respecto, pero no lo recuerdo bien.
A Ramiro le entregué un ejemplar de la Antología de Colectivo3, que pensaba presentar en esta reunión y al final no lo hice. Él me regaló ejemplares de la Antología de Letras en el Estuario.

7.

Vuelvo al Mante. Vengo en el asiento número veinticuatro, mirando por la ventanilla los árboles que pasan, las nubes que allá en el horizonte juegan a tapar al sol y a teñirse de rojo. Quiero dormir, no puedo. Pienso en Los Santos días de la Poesía. Cuánto joven escribiendo, haciendo su lucha y haciéndola bien. Pienso en los escritores consumados. Esta vez, en total, fuimos diecinueve. Pero creo entender que hay mucha gente escribiendo o tratando de hacerlo. A veces este pensamiento me abruma. Y pienso que esta es una atroz característica de nuestro tiempo: de todo cuanto imagines, hay mucho. Pienso en, por decir algo, Grupos de Jazz: hay por miles (¡y buenos además!). Pienso en Diseñadores, en Arquitectos, Abogados, Pintores, Mimos, Guitarristas, lo que venga a mi mente: hay mucho de todo. Y, oh decepción, los poetas no escapan de esta plaga del siglo veintiuno. Luego pasa por mi cabeza aquella frase, creo que de José Emilio Pacheco: si todos somos poe
tas, ya nadie lo es. Recuerdo la Antología presentada por Alejandro Ramírez, la de los seiscientos poetas nacidos a partir de mil novecientos sesenta. Y me da miedo. Mucho.
Aun así (debo escribirlo, hay algo que me empuja a escribirlo): regreso con un atisbo de alegría, con jirones de júbilo. Regreso en paz. Siempre he dicho que no hay mayor tesoro para ser humano alguno, que ser lo que en verdad quiere ser. Parece un trabalenguas, pero, al menos para mí, es piedra angular en mi vida. No me importa el anonimato, la muchedumbre; nunca soñé –ya lo he dicho antes– caminar por una alfombra roja ni ser besado por los dioses. Sólo que desde los diecinueve años –y ya no me duele decirlo– he querido ser poeta; no sé si lo he logrado, de verdad no lo sé, pero de lo que no me queda la menor duda, es que todavía, hasta la luna de hoy, sigo en el intento. ¡Ay porvenir!, sólo tú tendrás la última palabra.
Miro cómo por la ventanilla del autobús empiezan a aparecer los cañaverales; allá a lo lejos, el chacuaco del Ingenio se alza casi hasta tocar las nubes; van apareciendo por aquí y por allá los canales de riego. Estamos por llegar a El Mante.
Lo que más me gusta de los viajes, es el regreso.


Carlos Acosta. Abril 30 de 2009.
Fotografías de Ramiro Rodríguez y Víctor Hugo Olivares

1 comentario:

  1. Carlos, hermano en la poesía, me haces revivir aquellos días con tu prosa expresiva.

    Ram Rod

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