martes, 1 de septiembre de 2009

La empaquetada y otros poemas

Juan Miguel Pérez Gómez











La empaquetada
(Francisco Corzas, óleo/tela, 1966)

Sonó el timbre, debe ser él, me dije,
abrí la puerta y efectivamente era el cartero.

Firmé unos papeles y ansioso recibí el paquete.
La palabra frágil quizás se refería a los sellos
que se partieron como si fueran de humo reciclado.
Hundí mis manos en las bolitas de hielo seco

y extraje mi pedido de los cabellos.
Mande al diablo el instructivo y sin preámbulos

la eché a andar entre mis brazos.
Ya más tranquilo, mientras le limpiaba las constelaciones
que mi sangre blanca le plasmó en el vientre,

pude apreciar lo alzado de sus nalgas, la firmeza de sus tetas
y un ligero defecto en la pierna izquierda,

nada de consideración, tomando en cuenta que las piernas
son lo primero que uno echa hacia los lados.
No me agradó la idea de que gimiera al penetrarla,
les exigí que no hablara, ni siquiera para dar la hor
a,
la perfección en la mujer tiene mucho que ver con
su silencio.
Me gusta ponerle ropa interior y arrancarla con mis dientes.
Estoy pensando seriamente en reprogramarle el nombre,
me desconozco en las noches gritando MF-14.

Me empieza a aburrir su desnudez, a veces tomo el control
y la pongo a estrellarse toda la noche contra la pared.





Canibalismo de otoño
(Salvador Dalí, óleo/ tela, 1936)

Vamos a besarnos tanto,
hasta que los labios pierdan su simetría
y los pellejos se nos caigan,
boletos rotos al borde de otoñal tranvía.

Hasta que la pastosa saliva nos recuerde
el repulso beso infantil de nuestra madre.

Vamos a besarnos tanto,
que las encías sangren
y los dientes se derrumben,

puntas de hielo en los tejados.
Que no podamos ya cerrar la boca,
ni ingerir alimentos en diez días.

Que la lengua se torne tan elástica
que podamos cazar mocas a distancia.

Vamos a besarnos tanto,
y sin despegar los labios
intercambiar los intestinos,

que no podamos balbucear la palabra amor,
que nos duela la risa, como esas parejas
que después de celebrar sus bodas de oro
llegan a la cama y, odiándose en silencio,
se duermen dándose la espalda.




Saturno devorando a un hijo
(Francisco de Goya, óleo/revoco/tela, 1819-23)

T
arde o temprano las ciudades aprenden a comer personas,
a masticarlas en el acero retorcido de la rutina
y a engullirlas en el trafico voraz del mediodía.
Pero los de la resistencia no caen abatidos en la cama

a contar borreguitos que saltan cercas electrificadas,
cuando los grillos dan el toque de queda
huyen de sus guaridas en busca de un lugar como trinchera
en donde esperar la llegada de un refuerzo

que cruce las piernas largas junto a ellos.
Preguntar la hora, pedir fuego,

cualquier excusa necesaria para hacer contacto
e invitar un trago al desertor de habitaciones.
Platicar sobre trivialidades, cualquier tema,
el punto es posponer el suicidio.

Y al final, antes que la luz derrita las alas,
salir en busca de un refugio donde lamer los estigmas

de esta vida mecánica y absurda.
Mientras la noche avanza,
y de tanto avanzar casi agoniza.



Cuervos sobre el trigal
(Vincent Van Gogh, óleo/tela, 1890)

Mamá, todo era mentira,
las viñas están podridas,
la vela cede temblorosa
y tu rosario
no detiene el avance de las sombras.
¿Por qué no nacemos con una pistola bajo el brazo?
Hubiese visto, doctor, la mirada de Raquel
cuando desenvolvió el pañuelo
y encontró mi oreja, aún latiendo,
esperando de sus labios la palabra amor.
El camino de Arles aúlla, serpentea
y mutila espigas con su sarna infernal,
bajo el voyerismo lunar de la noche tuerta,
-(aquí debería iniciar una canción de cuna)-
en la frenética alabanza del trigal.
Que conste en actas: yo no pinté los cuervos,
salieron de las espigas al oír el disparo.
El corazón de no cosecharse a tiempo
por la guadaña del campesino que lo ara
se desangra en melancolía y otras plagas.
Qué sola, hermano, que se encuentra mi recámara.

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